
Llevo veintitrés años en esta tierra y siempre he estado en Fallas en Valencia. Sin embargo, fui fallero sólo cinco años. Y lo dejé, por razones que no vienen a cuento. Fue entonces cuando empecé a ser un extranjero de las Fallas. ¿Que por qué digo lo de extranjero? Porque las Fallas están pensadas para vivirse desde dentro y, desde fuera, la fiesta sólo tiene sentido en la noche, en las verbenas que se organizan y, si uno es estudiante (caso que no es el mío), en no ir al colegio en los días que duran las fiestas. Pero eso no son Fallas.
Lo primero, tengo que reconocer que echo un poco de menos el cosquilleo que sentía cuando estaban a punto de decir los premios al monumento, al llibret, a la presentación,... y saber que tu Falla, tu grupo, tú, en parte; podía ser el que se alzase con el premio ganador. Y aunque no soy excesivamente religioso, añoro también el momento en que mi acompañante (soy hombre, así que nunca he podido llevarlas) le entregaba su ramo de flores a la Virgen de los Desamparados.
Ahora, muchos amigos (del resto de España), me dicen que aproveche que Valencia está en fiestas, para irme a hacerles una visita. “Total”, me dicen, “vista una, vistas todas las Fallas”. Y así, pensándolo en frío en este momento (será el mig anyet o no sé qué será), la verdad es que... no sé por qué me quedo.
Vamos a ver: soy conductor, por lo tanto, las Fallas me molestan. No hay un sitio libre por el que poder ir con el coche por la ciudad. De aparcar, mejor no hablo. Los monumentos inundan los cruces, las plazas e, incluso, calles que son tan estrechas que, de normal, con mi pequeño utilitario hay veces que no me atrevo ni a pasar (desde aquí, por cierto, felicito a los artistas por conseguir meter un monumento de esas dimensiones en un lugar tan estrecho... Son los Nachos Vidales de la escultura).
Por otro lado, me gusta despertarme tarde. Y ahí están los falleros, que a justo detrás del hombre que pone las calles, van lanzando unos petardos que más parecen bombas caseras. Bendita despertà. Ah, y también me gusta dormir, aunque sea a partir de las cuatro de la mañana. Pero claro, los falleros tienen una verbenita (una especie de Apache pero al aire libre), que hace vibrar la cama con tanto estruendo que es imposible conciliar el sueño. Más que nada porque la sensación de estar en una montaña rusa no te la quita nadie.
Soy un hombre al que le gusta la tranquilidad y la calma. Y cuando hay tres millones de personas en una ciudad que, habitualmente, no llega al millón,... pues va a ser que no hay tranquilidad. Empujones, atascos humanos en cualquier calle, colas imposibles en las tiendas más insospechadas (la última vez estuve dos horas y media... ¡para comprarme unos calcetines!). Vamos, que mejor que uno haya hecho las compras de todo el mes el día 28 de Febrero.
Porque esa es otra. Las Fallas no duran los acostumbrados cinco días (o cuatro y medio, según se empiece a contar desde el 15 por la mañana o desde el 15 por la noche). Los monumentos son tan grandes que, el día uno, vas tranquilamente por la Gran Vía y te encuentras... una cabeza de Mozart, por ejemplo, envuelta en papel transparente (tápenlas, señores artistas, que uno no gana para sustos) mirándote fijamente y sonriendo. Que a las ocho de la mañana, con los ojos aún hinchados y la marca de la sábana tatuada en la mejilla, qué queréis que os diga, acojona.
Y las mascletàs también comienzan el día uno. Que vas por la calle Játiva, tan tranquilo, a las dos menos diez, sin haberle hecho daño a nadie, de vuelta de tu trabajo con ganas de ponerte las pantuflas y descansar un poco, y comienzas a ver hordas de gente que se dirigen a la plaza del Ayuntamiento. Y piensas “regalarán algo”. Y diez minutos después comienzas a oír a la gente gritar como locos y unos ruidos ensordecedores... “los cristales no aguantan, los cristales no aguantan”, dices para ti. “¿Una bomba, bueno, muchas, muchas?” Nooooooo. Es una de los eventos más populares: tirar petardos de varios kilos de pólvora, todos seguidos, durante unos cinco o diez minutos. Bonito. Y sano. Que vino un amigo de Mérida en el año 2002 y aún se está tambaleando.
Y la gente venga a aplaudir y venga a gritar... Con razón dicen que Spain is different. No, no, no. Lo que es different es Valencia, que les da por este tipo de actividades. Y eso diecinueve días. Que hay tío (y tía, tampoco vamos a ser discriminatorios) que se chupa las diecinueve, y en primera fila. Yo he optado por verlas por la tele, que le pongo bajito el volumen y me entero igual, sin que me molesten luego los oídos durante horas.
Y luego está el castillo, que comienza a las doce pero que hay que coger sitio a las seis de la tarde, lo menos. Y en el Paseo de la Alameda, una calle que no tiene en absoluto tráfico, total, que tiene cuatro carriles así, para adornar. Vas con el coche y te encuentras un grupo de gente, a las diez, sentados en medio de la calzada, tomando su bocadillo y unas cervecitas, en plan manitú pero sin tanto pintarrajo en la cara.
Total, que aparcas el coche, más o menos por Nuevo Centro, y te pones a andar. Son las once de la noche, y piensas “me queda una hora, supongo que llegaré hasta el puente de la Peineta sin complicaciones”. Pues allá por la estación de Pont de Fusta comienzas a no poder andar. Y, empujando, empujando... te van tirando para atrás que apareces en la Escuela Oficial de Idiomas. Esperas (de pie, porque ya no queda ni un huequecito para poder sentarte, aunque sea en el suelo) una media hora más y comienzas a ver, a lo lejos, unas lucecitas que, si le pones imaginación, consigues ver que son palmeras. Y así, durante media hora. Que media hora mirando fijamente el cielo... una contractura de cuello coges, seguro.
Después de todo esto, ahora que lo pienso... ¿y qué hago yo en Fallas en Valencia? Nadie está de fiesta excepto nosotros, así que el viaje me sale barato. No tengo aglomeraciones, porque el resto está trabajando. Y me evito colas, empujones, ruidos, auténticos sablazos de los restauradores, que aprovechan para subir un poco los precios (bueno, un poco,... un 300%), en resumen, que gano en calidad de vida.
Pero la verdad es que no podría vivir sin Fallas. Eso es lo que, creo, me hace valenciano. Porque sin ser fallero, me alegro con todos los ganadores de los premios. Y durante esas fechas Valencia huele... diferente. Huele a pólvora, a churros callejeros; pero también a alegría y a tristeza el último día, cuando las falleras mayores descubren que se les acaba el reinado. Todo eso hace que se respiren las Fallas, que se sientan. Y aunque no sea la ciudad más cómoda del mundo durante casi veinte días, creo que no podría vivir en otro lugar en esa época. Al fin y al cabo, Valencia vuelve a la normalidad el día 20 y durante todo marzo hemos podido disfrutar la única fiesta que es única en el mundo. Y eso no es algo que cualquiera pueda decir.
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