“Lo malo del suicidio es que es pa’siempre”. Esta fue la conclusión a la que llegamos mi amigo Pablo y yo en nuestros tiempos mozos de universidad (aviso a navegantes, tengo 38 años y es altamente probable que este texto esté lleno de referencias viejunas y poco molonas; estáis a tiempo de dejarlo). Una conclusión que siempre he tenido clara: por más que te vengan mal dadas, lo mejor está siempre por llegar.
Y entonces llegó 2020. Un año duro para todos, está claro. Pero este es mi post y aquí hemos venido a hablar de mí -bueno, yo a hablar, tú a leer-. Y, de repente, “lo malo” ya no lo es tanto. Y, hay días, pocos, pero los hay, en que piensas “lo mejor del suicidio es que es pa’siempre.
Vayan por delante 3 cosas:
1. 1. Lo que pretendo contar no es un relato de la vida de nadie más que la mía. De hecho, me gustaría poder firmarlo con mi nombre real, porque Flanagan McPhee es un personaje y no me gustaría cargármelo. Y seguramente, después de esto, me lo cargue. Aunque luego vuelvo a enseñar cacho -de otros- y a decir tonterías y poco a poco se irá recomponiendo.
2. 2. Esto que voy a contar no lo sabe absolutamente nadie. Ni mis amigos, ni mi familia, ni mucho menos los tuiteros. Puede que sospechen algunas cosas. Puede que sepan unas pocas. Pero este no sé qué que me ha dado hoy (y que no sé cuánto durará publicado) es algo que me he venido guardando desde hace mucho tiempo.
3. 3. No es mi intención hacerme la víctima. Sólo quiero contar lo que me está ocurriendo y, parafraseando algo del Manual del Perfecto Dejado, “este es mi texto. Sólo espero que le sirva a alguien más”. Y por este alguien más es por lo que me he decidido a escribirlo.
Tengo 38 años, como ya he dicho. Y, sinceramente, no he conseguido ni uno solo de los objetivos que, cuando era un chaval, creía que conseguiría “cuando fuera mayo” -y para mí mayor estaba en los 40, así que me veo que no voy a conseguirlos-. Y, aunque no quieras, de vez en cuando echas la vista atrás y te preguntas: ¿me habré equivocado o esto es parte del proceso. Y, si me he equivocado ¿en qué? Porque, para qué negarlo, a mí la vida no me va del todo bien.
Siento, conforme escribo esto, unas ganas terribles y constantes de llorar. Y, lo que es más jodido, no puedo. Entonces me planteo que no he pasado un cáncer, ni he vivido en la miseria, ni nada de lo que la gente considera “problemas jodidos de verdad” y me culpo a mí mismo por querer llorar. Pero es que es lo que me pide el cuerpo. Supongo que no lo hago porque, inconscientemente, no creo que tenga motivos reales. Pero todo suma y nos faltaba el confinamiento. El segundo, aunque sea light -que, por cierto, si se prohibió del tabaco y de otros productos no alimentarios, igual también deberíamos desterrarlo como adjetivo de situaciones, pero ese es otro tema-.
No me falta el trabajo, eso es cierto. Lo que no cuento es que trabajo para un señor que ayer mismo consideró que soy un vago y que no me gano el sueldo. Da igual que tenga una disponibilidad de 24 horas, 7 días a la semana. No cuenta que maneje más de 10 cuentas de correo y que mis responsabilidades, pese a que en mi contrato se definen como “director del departamento de exportación”, incluyan la de informático -siendo yo Periodista de carrera-, director de comunicación, responsable de publicidad, jefe el departamento de IT, redactor, secretario, organizador de eventos y asistente personal de mi jefe. Eso, como he dicho, no cuenta.
No importa que esté disponible todos los días a todas las horas y que atienda el teléfono de las emergencias porque, en palabras de mi jefe, “lo que pasa es que nadie te puede preguntar qué es lo que haces, porque te lo tomas a la tremenda”. Tampoco es destacable que hable en tres idiomas para resolver los problemas que otros causan, ni que todo esto lo haga sin queja, porque, oh sorpresa, estamos hablando de que ese jefe al que todos soportáis, en mi caso es mi padre.
Y, claro, enlazando con este hecho, imaginad cómo está el entorno familiar. Mi madre en medio, pero siempre del lado de su marido -algo normal, es lo esperable en una mujer nacida a mediados de los 50 del siglo pasado-. Mi padre, pues eso, padre nacido en los 50 del año pasado que considera, como la mayoría, que los hijos son meros discípulos que te atienden siempre que están despiertos. Incluso, si consideras urgente, te despiertan para que les atiendas.
Total, que mi hermano voló -siempre fue el más listo- del nido y yo me quedé. No sé si por masoquismo, por esa sensación de que eres responsable por ser el mayor, o porque soy imbécil. No culpo a mi hermano, por favor. Él me apoya y siempre tengo un hombro en el que llorar cuando lo necesito. Pero se encuentra a miles de kilómetros de casa y, cuando viene, es el hijo pródigo (aunque en este caso la vida le vaya muchísimo mejor que a mí en todos los aspectos).
Y yo, que por fin me decidí hace 6 meses a volar del nido, soy el segundo en hacerlo. Por tanto, todo está normalizado. Un vuelo corto -maldito 2020-, que me hizo volar y me cortó las alas a los 10 días, prometiéndome un futuro maravilloso que cada día tengo más claro que no volverá jamás.
Por supuesto, todo esto me ha afectado a la vida diaria. A la personal, que ya venía destrozada por un hombre que me devolvió de un tortazo todas las inseguridades que me quitó con el primer beso. A la que te hace ser mejor o peor persona. A la que vida que te hace tener ganas de vivirla. Y lo que ocurre es que, por primera vez en mucho tiempo, me apetece vivirla poco. No es que piense en dejar de vivirla -aunque he de reconocer que he descubierto esos pensamientos de “finalización” rondando por mi cabeza-, es que pienso en no vivirla. En pasar de puntillas. O mejor aún, que pase mientras estoy cómodamente tumbado en mi sofá -mejor en mi cama, porque Showbiz, tengo que darte la razón, el sofá es una mierda-.
No quiero hablar de depresión porque no tengo un diagnóstico y creo que no estoy capacitado para dármelo. Estoy hablando de hartazgo vital. De que adelgazo 20 kilos por salud y engordo 30 porque no tengo ánimos de seguir luchando. Porque tengo en la cabeza instaurado que, si me muero, pues tampoco pasaría gran cosa.
Sí -y esto es muy importante, mi madre lo pasaría fatal si lo hiciera; y no se merecen ello ni mi madre ni mi tía Lola, mi persona preferida en el mundo-. Sí, insisto, tengo claro que no voy a acabar con mi vida. No hoy, desde luego. Pero también tengo claro que no tengo ganas de seguir viviéndola. Al menos, no así.
No quiero tener pareja. No siento que la necesite. Y no creo que pueda confiar nunca más en otra persona. Así de roto me dejó ese sapo con orejas que veía el hombre más guapo del mundo. Aunque lleve enamorado casi ya 10 años de una persona que ya me ha dicho que no me quiere como yo, y con el que tampoco quiero nada más allá de dormir abrazados una noche y olerle el pelo.
Y sé que necesito buscarme otro trabajo, pero esto en un círculo vicioso porque no quiero dejar solo a mi jefe cuando sé que me necesita. Porque lo sé, porque lo noto. Porque, qué cojones, es mi padre. Y nos graduamos el mismo día, como gritaba Mafalda, tan sabia ella.
Todo lo que sé es que necesito inflarme a llorar y creo que no me lo merezco. Y sé que, en el fondo, lo único que necesito es un abrazo y que me digan que esto también pasará -y, qué queréis que os diga, un millón de euros tampoco me vendrían nada mal-. Pero también sé que hay dos, tres, cuatro personas como mucho de las que necesito ese abrazo y tengo clarísimo que ninguna de esas cuatro se va a preocupar por hacerlo. Y yo no puedo acercarme a decírselo, porque he fingido muy bien durante demasiado tiempo y porque sé que tienen sus problemas. Y no quiero cargarles con los míos. Y porque es el jodido 2020 y no podemos abrazarnos porque igual nos contagiamos.
Total, que todo es una mierda. Y, en mi caso, esa mierda se me está haciendo bola. Y necesitaba desahogarme y saber, aunque sea un alivio absurdo, irreal y falso, que alguien me escucha y que, quizá, se encuentra tan al borde como yo. Mirando ese precipicio tan feo y tan tentador al mismo tiempo.
Y ya está, que tampoco quiero quitaros más tiempo, que en el fondo, todo son tonterías y lo único que me pasa es que quiero estar triste. Ya lo dicen en Twitter: ¿Estás triste? No estés triste.
Así que nada, ya en seguida dejo de estarlo y vuelvo a contaros mis movidas y a hacer el moñas. Pero, por unas horas, permitidme que me tome otra cerveza más, a ver si así me entra el sueño y me olvido durante unas horas de que tengo demasiadas pastillas en el botiquín.
Gracias por escucharme. En serio. Gracias. No teníais por qué.